La falta de probidad, ¿no es causa suficiente para que un empleado oficial deje de serlo, a reserva de la obligada llamada a cuentas ante una autoridad superior? Las consecuencias de su conducta han sido catastróficas, no puede fingir indiferencia. La causa sospechosa del engendro está por averiguarse, pero es inaplazable la decisión de retirar de sus funciones a quien, encargado de la seguridad ciudadana en un país convulso y ensangrentado, ha perdido su credibilidad y nuestra confianza. Renato inolvidable: “Sabia virtud de conocer el tiempo, a tiempo amar y retirarse a tiempo”. Es hora de irse, don Genaro García Luna.
La lengua la sentimos como algo tan personal y propio -en verdad tan íntimo, aunque la compartamos con todos- que vemos como una injerencia intolerable, una intromisión y una agresión, cualquier tentativa de dirigirla, manipularla, uniformarla o “guiarla”, no digamos de imponernos fórmulas artificiales “desde arriba”. Son atentados a nuestra libertad: no se olvide, hablar -con prudencia- es lo único que les ha quedado a los pueblos sometidos a dictaduras y tiranías. Hablar como a cada cual le parezca es irrenunciable. Todo forzamiento y dirigismo son percibidos por los hablantes como intrusiones inadmisibles.
No sabemos si Felipe Calderón lee sus discursos. Pero si lo hiciere (y sus subordinados lo hacen, al menos de vez en cuando) sería de la más elemental justicia que acataran lo que ellos mismos predican. Gastón Azcárraga anda suelto, después de haber defraudado a los trabajadores de la aviación, a quienes birló sus ahorros y su medio de subsistencia, que es una forma sutil pero efectiva de secuestro, tan grave y tan doloso, tan punible o más, que los secuestros perpetrados por los delincuentes comunes a quienes se les sigue proceso. Pero nadie hasta ahora ha tocado al amigo del Presidente y eso, señores funcionarios, se llama impunidad.
Una leyenda de mis años de infancia contaba que todos los hombres y las mujeres llevaban en la última mirada, antes de partir al otro barrio, una imagen que se apagaría dentro del ojo mientras abandonaban el mundo de los vivos. Entonces recordé la leyenda. Por lo que a mí toca tendré que fabricar una nueva imagen en los ojos pues los cristalinos cedieron su lugar a dos lentes intraoculares. Durante la preparación, antes de entrar a quirófano, pensé que se llevaban para siempre y con el cristalino alguna calle del centro de la ciudad. Pensé de inmediato en la esquina de Juárez y Marroquí; no es un lugar bello, pero tiene su historia: en esa esquina estuvo el bar La América en el año 1900. Me gusta imaginar esa escuadra urbana a través del tiempo.