Más allá de describir la variada y pundonorosa actuación de Diego Silveti el once de diciembre de dos mil once, y así caer irremediablemen te en la crónica habitual, es de mayor provecho ponderar los apéndices concedidos a la faena realizada por el coleta.
Y en algunos medios de difusión donde colaboran sesudos expertos en la taurina materia ya se han pronunciado al respecto, en el sentido de que el yerro con la toledana fue una quisquilla, pituca menaca (sic) dirían los mismos especialistas; sin reparar en el pingüe daño que se ocasiona a la fiesta el otorgar el máximo reconocimiento a un procedimiento malogrado. Desdeñar la ejecución de la estocada es negar la naturaleza de la fiesta y de la profesión del torero, pues como dijo Perogrullo, amén de tener esta calidad, se distingue de los subalternos por ser matador de toros. Aquellos que desestiman la ejecución con el acero están más cerca de los individuos grises que tratan de aniquilar la fiesta con sus prejuicios animalistas de rigor. Con aquel criterio, se acaba con la teleología de la fiesta, su inagotable simbolismo acerca de la vida y la muerte –morir matando-, luego es negar la naturaleza de la fiesta de seda, sangre y sol.
En otro sentido, el otorgar el máximo trofeo a una faena inconclusa trae como consecuencia el envilecimiento de las metafóricas preseas –orejas y rabo-. Con claridad meridiana el columnista Javier Marías Franco expone la misma tesis en su colaboración de veintitrés de octubre de dos mil once, intitulada Ojo, no tenemos otras. Donde a guisa de ejemplo expone la exigencia de los galardonados (en cualquier ciencia, arte o técnica) para que se conceda el mayor título a su labor, y que de forma inexorable genera la necesidad de crear un “mayor reconocimiento” al momento de llegar una obra o hecho de mayor envergadura. Lo mismo acaecerá en la fiesta de toros, si para una gran faena obnubilada con un error trascendente se concede el mayor reconocimiento previsto en el reglamento de la materia, ¿Qué se deberá otorgar a la faena cuasi perfecta? Quizá se vuelva a otorgar la pata del burel, dos patas, tres… hasta perder la cuenta y desvirtuar las estadísticas y lo más importante, la obra de arte.
Finalmente es oportuno traer a colación el Reglamento taurino para el Distrito Federal, que en su capítulo VII (De los tercios), numeral 72 establece la concesión de apéndices y que es del tenor siguiente:
Artículo 72. Cuando la labor del matador provoque la petición de apéndices por parte del público, el Juez de Plaza los concederá, sujetándose a las reglas siguientes:
I. Una oreja será otorgada cuando una visible mayoría de espectadores la solicite ondeando sus pañuelos u otro objeto visible;
II. Dos orejas serán otorgadas, luego de tomar en cuenta las condiciones de la res lidiada, la buena dirección de lidia, la brillantez de la faena realizada, tanto con el capote como con la muleta y la ejecución de la estocada;
III. Dos orejas y rabo serán otorgados si, cumplidos los requisitos de la fracción anterior, lo excepcional y emocionante de la faena y su culminación así lo ameritan, y
IV. En el caso de toros indultados queda prohibido el otorgamiento de apéndices simbólicos.
Para conceder una oreja, el Juez exhibirá un pañuelo blanco; para otorgar las dos, dos pañuelos blancos, y para conferir las dos orejas y el rabo, un pañuelo verde. Serán éstos los únicos apéndices que se concedan, por lo que queda prohibida cualquier otra mutilación a la res lidiada.
De donde se colige claramente que para que la autoridad administrativa conceda el corte del rabo, la culminación de la lidia –ejecución de la estocada- debe ser meritoria, esto es, un procedimiento ortodoxo y con pulcritud. Lo que no aconteció en la faena del matador Silveti, pues lo cierto es que la espada quedó perpendicular y un tanto trasera. Lo que no demerita su actuar, solo que desaparece el adjetivo de cuasi perfecta o faena redondeada a cabalidad, y en la estadística debería impedir el corte del rabo.