El 7 de abril se conmemoró (si bien no se celebra la memoria, por estar en tiempo de Cuaresma) a San Juan Bautista de La Salle, patrono de los maestros. Al margen de su papel como fundador de los Hermanos de las Escuelas Cristianas (conocidos como “lasallistas”) o de su entrega piadosa, nos interesa en este momento reflexionar sobre su obra pedagógica, reconocida como vanguardista en su tiempo (siglo XVII), en especial por dar impulso al método simultáneo de cátedra (en oposición al tradicional de clases particulares) y como organizador del sistema moderno de escuelas para maestros, llamadas “normalistas”.
Una de sus obras, intitulada “Guía de las escuelas”, es memorable, entre otras cosas, por el enfoque que utiliza, en el cual la responsabilidad de hacer del alumno un hombre de bien, radica de forma decidida en el maestro; ante alumnos con deficiencias (el señor de la Salle habla de alumnos “tercos”, “necios”, “lentos”, “tímidos”), la responsabilidad del maestro no decrece; por el contrario, debe conocer a cada alumno y debe entender su situación, para aplicar el método correcto de enseñanza. Por supuesto esto exige reflexión por parte del maestro. De ahí la importancia de una planeación bien meditada de cualquier plan de trabajo con un grupo de alumnos.
En los párrafos 9,3,11 y 9,3,10 de la obra mencionada, el maestro de la Salle señala: “Los maestros cuidarán tanto de la instrucción de todos sus alumnos, que no dejarán en la ignorancia ni a uno solo […] Y para que no descuiden en modo alguno asunto de tanta importancia, considerarán con frecuencia y estarán atentos a que han de dar cuenta a Dios; que serán culpables ante Él de la ignorancia de los niños que hayan estado bajo su dirección […]
Si el trasfondo religioso, el de la educación como una forma de vivir el servicio a Dios, es inmenso e importante, no lo es menos el trasfondo a nivel de ética profesional: en efecto, el maestro que asume dar clases a un grupo, asume a todo el grupo: por ende, no puede abandonar a ningún alumno en su progreso. El maestro tiene a los estudiantes (sean de la edad que sean) “bajo su dirección”; seguirán el rumbo que el maestro, bien o mal, les sepa señalar. No puede, sin demérito de su desempeño profesional, rehusarse a ser modelo de vida de sus pupilos.
Hace poco se pretendió señalar esto a autoridades de una escuela; estuvieron de acuerdo. Pero cuando se les mencionó que también los alumnos deberían leer lo anterior, la reacción fue negativa: “no, no vayan a creer que nos pueden exigir algo…”. Por supuesto: tenemos un compromiso, pero no, que el alumnado no lo sepa, para que no nos echen en cara nuestras groserías, bajezas y faltas que cometemos al supuestamente estar a su servicio.
Es una búsqueda fatigante la de formarse como maestro. Pero su impacto social es exponencial, y pocas veces se puede prever cuántas vidas se tocan en un solo día de entrega al servicio de la juventud.