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domingo, 26 de diciembre de 2010

Una historia mexicana de trata de personas.

1 comentarios

Desde hace una década, Zhai manejaba ahí una máquina con la que tejió miles de suéteres de exportación. Era una mujer de 32 años que comenzó a trabajar a los 15, edad a la que dejó de estudiar porque hacía falta dinero en su casa. Es la menor de cuatro hermanos, la única de ellos que aún vivía con sus padres, era también madre soltera de un niño de 10 años y de una niña de seis. Todas las mañanas viajaba 20 minutos en bicicleta para llegar a la fábrica donde permanecía por lo menos 10 horas. Sin embargo, un día el amigo de una de sus compañeras la invitó a integrarse a una compañía internacional que ofrecía trabajo en una fábrica de México.
—¿México? ¿Dónde es? —preguntó Zhai.
—En América. En Norteamérica, junto a Estados Unidos.

La oferta era muy atractiva. Casi un mes después Zhai tenía todo listo para emprender el viaje: los documentos (incluido el contrato de trabajo) y una pequeña maleta. La despedida fue difícil, pero la consolaba imaginar un futuro mejor para toda su familia. Lo que no imaginó, ni por un instante, es cómo sería México. Tampoco que, al llegar, se convertiría en una víctima de la trata de personas con fines de explotación laboral.

La fábrica KBL de México queda unos metros antes de llegar al kilómetro cuatro de la carretera Valle de Santiago-Jaral del Progreso, en Valle de Santiago, Guanajuato. Es una extensa construcción de más de 11 mil metros cuadrados donde en total trabajan unas dos mil personas. Según KBL Group International, ésta es la mayor fábrica de suéteres totalmente confeccionados de América del Norte: 45 mil piezas cada mes.

Era mayo, el sol calaba con fuerza y lo único que Zhai quería era descansar. Pero antes de ir a su habitación la llevaron a una oficina. El jefe de personal estrechó su mano y le pidió que se sentara frente a él. En seguida entró el intérprete. A través de él quedó enterada de las condiciones laborales: de su sueldo mensual le descontarían lo del transporte de China a México y lo de un seguro “por si tuviera que irse de la compañía por incumplimiento de contrato o por enfermedad”. Además, “como no está familiarizada con las costumbres y la geografía mexicana, sólo podrá salir un rato los domingos junto con algunos de sus compañeros y un empleado de confianza”. Por último le pidieron que entregara su pasaporte con visa de trabajo y sus identificaciones. “Aquí se quedan, para que no se le pierdan o se los roben”, le indicaron.

Así fueron los dos primeros días de Zhai en la fábrica. Dos compañeras chinas le enseñaron a manejar la tejedora: cómo colocar los conos de hilo, qué botones presionar para cada diseño, qué precauciones tomar para evitar errores en la elaboración y accidentes personales. También un supervisor le especificó la rutina laboral: “Hay que trabajar de seis y media de la mañana a dos y media de la tarde. A esa hora tienen 30 minutos para comer. Las actividades se reanudan a las tres de la tarde, y a las siete y media es la hora de la cena. A las ocho de la noche comienza el último tramo de trabajo, que concluye a las 12 de la noche. Tú no tendrás problema, porque todos sabemos que a los chinos les gusta mucho trabajar. Además, gracias a las horas extra, aumenta tu sueldo”.

Le retenían un porcentaje de su sueldo —72 dólares— y le decían que era para enviárselo a su familia. Tenía que comprar y consumir los alimentos de la fábrica como si ésta fuera tienda de raya. La empresa aplicaba multas y sanciones por indisciplinas como conversar con los compañeros en horas de trabajo o no querer comer lo que les servían. Los chinos tenían prohibido hablar con trabajadores mexicanos. Los amenazaban con deportarlos si se enfermaban o bajaban su rendimiento laboral y las mujeres tenían prohibido embarazarse.

Las horas extra eran obligatorias, y la mayoría de las veces no se las pagaban. En algunas ocasiones, por cada hora extra, le daban 30 pesos a los mexicanos y 15 a los chinos. Los días festivos no existían. Si había alguna inspección de autoridades sanitarias o laborales, amenazaban a todos los obreros para que dijeran que todo estaba bien y, si a los chinos les preguntaban por sus documentos migratorios, tenían que contestar que por su propia voluntad los habían entregado a la empresa para que los resguardara.

Los domingos trabajaban medio día, y después les permitían ir a las tres de la tarde al centro de la ciudad. Aprovechaban para comprar cepillos de dientes, toallas sanitarias o algún dulce. Siempre estaban acompañadas por una persona de la empresa que no perdía de vista al grupo por si alguien intentaba escapar, y tenían que volver la fábrica antes de las cinco. Por cada minuto de retraso se les cobraba una multa. A ella nunca le sucedió, pero dice que una vez a uno de sus compañeros le cobraron 300 pesos.

En las horas prensadas entre la noche y la madrugada intentaba dormir, pero pocas veces lo lograba. Una idea le daba vueltas en la cabeza.
• • •
Zhai corre. Quiere abordar el autobús que la lleve al lugar más lejano posible. Su respiración es tan intensa que el corazón parece estallarle en el pecho. Sigue corriendo hasta llegar a la esquina de una avenida. Dos viandantes la miran con curiosidad y continúan su camino. Zhai detiene un taxi. Quiere ir rápido a la central de autobuses. Quiere, pero no sabe cómo decirlo en español. Agitada por la carrera, sólo atina a decir “bus”; parece que el chofer ha entendido. El coche arranca y la respiración de Zhai recupera su estabilidad.

Habían pasado dos años desde que llegó a la fábrica de KBL. Los últimos domingos, cuando la llevaban junto con otros compañeros al centro de Valle de Santiago, cargaba sus ahorros y buscaba el momento oportuno para salir corriendo. Aprovechó un descuido del vigilante de la empresa, se escabulló por los pasillos de un mercado y nadie la alcanzó. En el mostrador de una línea de autobuses señaló, sin pensarlo, un pequeño cartel que decía Zacatecas y una mujer le vendió un boleto para dentro de 15 minutos. Cuando llegó sintió una sacudida. ¿Qué iba a hacer allí sola, sin hablar español?

Al amanecer compró un café y salió a caminar por los alrededores de la central de autobuses de Zacatecas. Miraba los aparadores de una tienda de ropa cuando dos policías se le acercaron y le pidieron una identificación. Ella soltó una o dos frases en mandarín. Los policías decidieron subirla a su patrulla y llamar a los agentes del Instituto Nacional de Migración (INM). No esperaron mucho. Los agentes llegaron y enseguida le dijeron que la iban a trasladar hasta la Estación Migratoria de Iztapalapa, en la Ciudad de México. Zhai tampoco entendió. Estaba muy asustada y nerviosa. Pensaba que alguien de la fábrica la había denunciado y que ahora la encerrarían en la cárcel.

Zhai permaneció en la estación casi dos meses sin interactuar con sus compañeros de encierro debido a la dificultad del idioma. Hasta que en una de sus visitas al lugar el equipo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) la identificó como víctima de trata de personas e impidió que la expulsaran del país.

Cuatro años después, Zhai atiende su propio restaurante de comida china en el norte de la Ciudad de México. Es un pequeño local situado en la esquina de una avenida poco transitada. En la entrada, letras rojas sobre un fondo amarillo anuncian el menú: pollo agridulce, rollitos de primavera, chop suey, costilla cantonesa y arroz con camarón. El lugar tiene dos cuadros con un dragón, dos colguijes de esferas rojas “para la buena suerte” y tres mesas con mantel rojo de plástico que esta tarde están vacías. “Casi no hay gente… nos va más o menos”, dice Zhai con su media sonrisa.


Enlace:

[] Noticia: Zhai: una historia mexicana de trata de personas.

One Response so far.

  1. francisco says:

    Es una problemática sociológica ya que se relaciona con la explotación laboral, la discriminación, el mal trato que dan a las trabajadoras chinas en en México así la deshumanización de las condiciones laborales porque el objetivo es la ganancia. La falta de información es otro de los elementos por la forma de cómo operan los enganchadores de personas para llevarlas a esos centros de explotación laboral. Es verdaderamente dramática la descripción de ese infierno vivido por Shai.

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