El presidente de Haití ha vuelto a hacer un llamado para que llegue la ayuda a su país, donde existen más de un millón de personas durmiendo en la calle.
Al parecer, Haití todavía existe. Si bien los medios de comunicación nos dijeron que ya no nos fijáramos en Haití (es claro que lo que nos preocupa es lo que nos cuentan, si no, ¿cómo nos vamos a enterar? Ni modo que abrir los ojos…) porque ahora nos teníamos que fijar en las alianzas electorales, o en la otra tragedia por las inundaciones en El Arenal, en Iztapalapa (que al ratito también se nos va a olvidar), pues resulta que aunque no veamos a los haitianos, aún siguen existiendo.
¿Tenemos que estar al tanto de todas las tragedias? Bueno, no. Pero si nos hemos topado con alguna, ¿en qué momento dejarle de hacer caso? Ahí está el problema. La más elemental humanidad nos inclina a responder que una tragedia deja de tener importancia, cuando ésta es solucionada. Pero en realidad, una tragedia deja de tener importancia para nosotros el día que ya no la pasan en la televisión. Después, el dolor se queda acallado, impotente, dentro de las víctimas que aún sigan con vida. Como los padres de los niños muertos en la guardería sonorense, por ejemplo.
Así le pasa a Carlos, personaje de la obra de José Emilio Pacheco, Las batallas en el desierto. “Cuando a los tres o cuatro años vi esta película de Walt Disney (Bambi), tuvieron que sacarme del cine llorando porque los cazadores mataban a la mamá de Bambi. En la guerra asesinaban a millones de madres. Pero no lo sabía, no lloraba por ellas ni por sus hijos; aunque en el Cinelandia –junto a las caricaturas del Pato Donald, el Ratón Mickey, Popeye el Marino, el Pájaro Loco y Bugs Bunny- pasaban los noticieros: bombas cayendo a plomo sobre las ciudades, cañones, batallas, incendios, ruinas, cadáveres”.
Nuestra escasa atención a tales tragedias es una muestra clara de que la violencia de la delincuencia, o de lo que sea, no viene necesariamente por la torpeza inconmensurable de las autoridades; las tragedias ya no nos duelen por el sufrimiento ajeno, sino por la forma y duración de su presentación. No es que duela, es que duele cómo nos lo dicen, porque en realidad, “así es la vida”, “esas cosas pasan”, y nada en el fondo importa, porque esas vidas parece que no valen, total, si ni los conocemos.
Y así, ¿cómo no nos vamos a estar matando?
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