En una columna anterior quisimos mostrar la realidad que podemos encontrar en el trabajo a favor de comunidades desprotegidas, y citamos parte de las experiencias de Jorge Atilano González Candia, SJ. en las cuales permea la idea de futilidad y la frustración.
Es el turno de presentar una alternativa a la derrota ante esa falta de “gratitud” de aquellos a los cuales buscamos dedicarnos.
En primer lugar, podemos señalar que la vida al servicio de los demás (sea poco o mucho el tiempo que les dediquemos), la seguimos por una elección libre, por gusto: tenemos un placer en buscar la justicia en las relaciones sociales. Quien entre al servicio de los demás sin sentir deleite, satisfacción y felicidad, no podemos considerarlo un “mártir” que sufre por los demás; más bien tendría algún problema psicológico. Entonces, nuestra motivación es la dilección que experimentamos por el servicio a los demás, y no la que pudiéramos experimentar por la gratitud que los demás expresen.
En segundo lugar, incluso si no buscamos su gratitud, a veces podrán herirnos con su desprecio, con su indiferencia o incluso reticencia a dejarse ayudar; debemos en ese momento recordar que quizás eso sea una respuesta a que actuamos con paternalismo, lo cual es un daño, antes que un bien; debemos ser acompañantes y auxiliadores, no dictadores. El ofrecimiento desinteresado a todos, es aprovechado en libertad por algunos, y no debemos pretender imponer lo que consideramos un bien. Estas reacciones contrarias a nuestros esfuerzos serán entonces esclarecedoras; nos centrarán sobre la realidad social, sobre nosotros mismos, y sobre las fallas en nuestros métodos. Así pues, son provechosos los esfuerzos contrarios a los nuestros.
Dilucida con fuerza el presbítero jesuita Jorge Atilano González, en el libro citado en la columna anterior:
“El problema era que no acababa de aceptar la realidad de estas familias: una pobreza que enferma las relaciones […]”. Después, señala en sus reflexiones producto de los Ejercicios Espirituales realizados en el año de su llegada, 1999: “[…] Me ha dolido ver a un pueblo indiferente, apático, desorganizado, con poco sentido de comunidad, violento, etc. Pero me ha faltado profundizar esta realidad y ver que este pecado es el resultado de décadas y siglos de marginalidad. El pueblo damnificado ha sido un pueblo olvidado […] Es una pobreza que hace perder la memoria histórica; el presente les absorbe e impide pensar en un pasado o un futuro […]” y abunda: “En el servicio a los damnificados comprendí que el amor a los pobres es una apuesta en la inseguridad, me resistía a querer a alguien que no acababa de conocer, quería tener la seguridad de ser correspondido, más sin embargo descubrí que el amor ha de ser incondicional”.
Cuando el presbítero se centró después en el trabajo con los pandilleros del Barrio 18, y conoció la dinámica de su violencia, radicada en el deseo profundo de matar a los miembros de la Mara 13, hace la siguiente reflexión: “ellos son el resultado de las decisiones que otros han tomado. Es un sentimiento (el que yo sentí) que posibilitó una experiencia de indignación ante el rumbo de estos pueblos, definido por los intereses económicos internacionales, que van eliminando los espacios de fraternidad”.
Podemos entonces concluir que el sentir la frustración y la desolación por el trabajo social que desarrollemos es parte esencial del mismo; el no pensar y penetrar las conductas reticentes de los otros, empero, sería detenernos en ese trabajo social; sería no habernos comprometido con la solución de dicho problema.
En la imagen: El sacerdote jesuita Jorge González Candia en una entrevista.