La labor social por las clases menos favorecidas de forma continua es cuestionada por la noción de gratitud; la gratitud es definida por el Diccionario de la Real Academia Española, en su vigésima segunda edición, como el “sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho o ha querido hacer, y a corresponder a él de alguna manera.” Así pues, los que pretendemos trabajar en favor del interés comunitario, a menudo podemos cuestionar si nuestras acciones tienen sentido ante la falta de estima o de aprecio de aquellos a los que en concreto benefician nuestras acciones.
¿Por qué ayudar cuando no se nos muestra gratitud? ¿Por qué esforzarse cuando no se aprecia? ¿Por qué invertir la vida en los demás, cuando ni siquiera lo agradecen? ¿Por qué meterse en problemas por otros?
El trabajo social está inserto, por más redundante que suene, en la dinámica social, es decir; por más ideales que se tengan, se trabaja en un medio ajeno a esos ideales; permeado de los vicios que pretendemos combatir. El trabajo, mientras más dedicado se hace, más escarba dentro de la ruindad humana. La nuestra, por supuesto, también aflora: la desesperanza, la bajeza y la conformidad es un sustrato común.
En el libro “En busca de la fraternidad perdida”, del padre Jorge Atilano González Candia SJ., narra sus experiencias desde a su llegada a Honduras en 1999, donde dos años y medio laboró en la ciudad de El Progreso, con familias damnificadas por el huracán Mitch, y con los jóvenes pandilleros del “Barrio 18” y de la “Mara 13”.
“Cuando las familias se trasladaron al macroalbergue las letrinas no estaban del todo acondicionadas […] Los primeros días colaboraron las familias, pero a los ocho días la gente ya no quiso trabajar, se corrió el rumor de que la institución encargada de la construcción del albergue tenía dinero para arreglar las letrinas y se lo ahorraba poniendo a trabajar a los damnificados, entonces las familias dejaron de trabajar y pidieron un sueldo para continuar arreglando sus propias letrinas […] Lo mismo sucedió con la instalación de sistema de agua potable y el drenaje […] yo pensaba que las familias sabían tenían derecho a un albergue digno […] pero (que pensaban) eran otros los que tenían que trabajar para tenerlo, a ellos les tocaba exigir, pues sabían “que había dinero” para que ellos sólo llegaran a usar los servicios”.
Este segundo episodio es también impactante:
“Una de las primeras frustraciones con los damnificados fue la quema de un teatro comunitario en el macroalbergue […] Con este escenario se empezaba a generar una dinámica comunitaria llena de vida y esperanza […] en las últimas presentaciones los niños estaban muy inquietos y arrojaban piedras a los actores. Esto molestó tanto que llegaron a suspender las actuaciones en dos ocasiones. Pues para el 24 de diciembre, por la noche, un niño, animado por un grupo de jóvenes pandilleros, arrojó una luz de bengala al techo del teatro incendiándolo todo. Cuando llegué en la camioneta la noche del 24 de diciembre al macroalbergue […] me dio tanta rabia, tanto coraje, me sentí tan impotente, no tuve palabras que decir, sólo di vuelta a la camioneta y me regresé a la casa. En el camino se me salieron lágrimas del coraje. Sentía que internamente se me quemaban las esperanzas que tanto habían costado encender. Mi ilusión hacia esta gente regresaba nuevamente a ceros. Yo decía ¿cómo Dios puede apostar por esta gente? Entendía el comportamiento de los niños, pero no aceptaba la indiferencia de los adultos”.
En la imagen: foto de los conspiradores que planearon el asesinato de Mahatma Gandhi. Todos eran hindúes opuestos a su filosofía de la no violencia, y a la libre separación de Paquistán.