¿Quién determina lo que “merece” ser sancionado? La vigésimo segunda edición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española dice que merecer, en su primera acepción, significa, “hacerse digno de un castigo o un premio”.
Según lo anterior, es uno mismo el que se hace “digno” o “merecedor”. Es un rasgo de la conducta el que a esta la corresponda un premio o un castigo. No puede haber premio o castigo si no hay una conducta previa que se gane cualquiera de estas posibilidades. Consideramos esto como cierto: la conducta genera una respuesta de forma innegable. Si no hay respuesta, el acto no puede ser calificado de conducta. Este es el primer eslabón.
El segundo eslabón es el correspondiente a la primera pregunta. De acuerdo, a cada conducta corresponde una respuesta. ¿Quién determina esa respuesta? ¿La misma conducta? Si la conducta es referida hacia un fenómeno físico (el golpear con un martillo un clavo) entonces podemos correctamente atribuir a la conducta el resultado. Pero si la conducta se refiere a un ser con capacidad interpretativa, ya no podemos hablar de un simple nexo causal, sino que debemos tomar en cuenta la percepción de ese otro sujeto, percepción que puede atribuir a dos conductas iguales, diferentes respuestas. Podemos afirmar que, la conducta socialmente referida es, en el mejor de los casos, un factor de los muchos que serán tomados en cuenta para que la sociedad atribuya una respuesta a dicha conducta.
Expresar que una conducta acarrea un resultado es cierto. Afirmar que una conducta merece un determinado resultado es ir quizá un poco lejos, puesto que la conducta, por sí misma, es el factor inicial de un proceso multifactorial que implica la percepción de otros individuos y la carga que se le quiera atribuir a determinada conducta referida, elementos que no son inherentes a la conducta inicial y que, por ende, difícilmente se le puede cargar a la conducta el “merecimiento” de determinada consecuencia.
Usualmente, el merecer una pena implica una respuesta a una conducta juzgada como desadaptada. ¿Desadaptada de qué? Bueno, existe un arquetipo de “sociedad normal” (y habría que ver que tan adecuado es esta palabra, pues ya empieza a ser normal, habitual o visto sin rareza el hecho del homicidio o del secuestro, como lo rebela una nota periodística del 7 de abril de 2007 que apareció publicada en la Jornada y que relata como unos niños de 11 años en Cancún se entretenían jugando a “los secuestrados”) donde existen reglas explícitas e implícitas para mantener esa “normalidad”. Si se rompen esas reglas, se sale de “La sociedad normal” y, por ende, se es “anormal”. La carga se pone en el individuo: son irrelevantes (en un primer momento) las motivaciones sociales que pudo haber tenido, es el individuo el que es anormal, el que es un desadaptado. De ahí en adelante, los juristas, sociólogos, psicólogos y demás se encargan de patologizar, de atribuir un carácter enfermizo o desviado a la conducta disonante. Es anormal, luego entonces es indebido (1).
¿Quién crea el arquetipo de la “sociedad normal” o, mejor dicho, “la sociedad ideal”? Podemos afirmar que lo crean las diversas instituciones que tienen en sus manos el control de las conciencias humanas. Si bien existe consenso en ciertas conductas que en definitiva son ajenas a toda forma social “civilizada” (como el homicidio), la consideración de que todos estos “merecimientos” e “imputaciones” a ciertas conductas no provienen de algún marco natural sino, por el contrario, provienen de voluntades que deben ser tan estudiadas como las conductas que señalan. Esto es importante en conductas cuya “desadaptación” no es del todo clara, como en el caso del aborto, la piratería e, incluso, la evasión fiscal.
(1) ”Pandillerismo en el Estallido Urbano”, tercera edición, editorial Rompan Filas, F. Gomezjara, López Chiñas et al.
Alfonso Galván Robles