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lunes, 21 de noviembre de 2011

Que se acabe la fiesta de toros.

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El treinta y uno de octubre de dos mil once, en la emisión centenaria del programa taurino conducido por Luis Niño de Rivera y Juan Antonio Hernández, informaron del despreciable comportamiento de los apoderados del madrileño César Jiménez, Jesús Gil y Alberto Elvira. Estos hombres intentos de vedettes, presionaron a la autoridad administrativa (juez de plaza) de la plaza Nuevo Progreso de Guadalajara para que descartara sin ningún motivo, uno de los toros de la ganadería de Los Encinos, propiedad de Eduardo Martínez Urquidi, que habría de lidiarse el domingo treinta de octubre de dos mil once. El denuedo ejercido por los apoderados resultó fútil, pues el número veintitrés de esa dehesa y de nombre Cumplido, fue debidamente enchiquerado y tocó en suerte (mala suerte) al madrileño Jiménez, y se decidió colocar como segundo de su lote. Al saltar a la arena el astado, se presume que por órdenes de Jesús Gil, uno de los subalternos de la cuadrilla de C. Jiménez, estrelló con dolo y toda la mala fe al burel que irremediablemente quedó despitorrado. Cuenta la crónica en la voz de Niño de Rivera que ante la salida del reserva, se repitió la historia, y quedó inutilizado también esta segunda res brava.

            En la página electrónica de nombre De Sol y sombra, rescatan también la lúgubre historia, amén de hacer una crítica al programa de televisión, en el sentido que solo evidenciaron las vergonzantes actitudes por el hecho de que tienen una estrecha relación con el ganadero de Los Encinos, y no tanto por una convicción de ética periodística. Sin embargo, no tiene mayor relevancia la razón por la que salió a la luz, sino lo despreciable y cotidiano de este hecho. Y no intentamos decir que el cobarde acto de estrellar al toro en el burladero sea el pan de cada día en los cosos mexicanos, pero diversos actos que igual denuestan a la fiesta de seda, sangre y sol, sí acaecen en muchos de los festejos que se dan dentro de la república. 

            Una muestra palmaria se vivió el seis de noviembre de dos mil once, en el coso de la colonia Noche Buena, donde conformaron el cartel inaugural de la temporada los coletas Enrique Ponce, que confirmó la alternativa de Diego Silveti ante la presencia del hidrocálido Arturo Saldívar. El encierro que se jugó fue de la dehesa de San Isidro, y los bureles que saltaron a la arena estuvieron justos de presencia y edad, con una condición que rayó entre lo pastueño y la mansedumbre, esto es, sin gota de bravura. El poco trapío que presentaron los toros provocó la clamorosa insistencia del público por lo que el segundo de la tarde –que tocó en suerte al de Chiva, Valencia- fue regresado a los corrales y salió otro con la misma condición, aunque sin que los sedentes lo objetaran. 

            Cabe mencionar que la excelente técnica del maestro Ponce logra que los pases de muleta se vean con una increíble parsimonia, no obstante, no se puede llegar al absurdo de afirmar que él logra lentificar la embestida del toro. Lo cierto es que por la excesiva nobleza que buscan la generalidad de ganaderos mexicanos, con lo que se resta así la naturaleza del toro de lidia, esto es, su bravura, es que se logran faenas de mucha estética, pero que niega la esencia de la fiesta, que es la combatividad de la fiera en contra del ser humano: “matar o morir”. La tauromaquia se encuentra en el peligroso umbral del toreo anticombativo, donde el peligro ni siquiera se percibe, donde los toreros elijen al ganado que quieren lidiar (eso ya sucede), con toros a modo, disminuidos en edad y facultades físicas. Y eso significa darles la razón a los individuos grises, que con sus prejuicios animalistas de rigor insisten en dar al traste con la fiesta de toros.

            En la península ibérica hemos visto al matador E. Ponce con corridas en verdad duras, que otros no se aventuran a enfrentar. Ha quedado constancia de lo anterior en los escritos del crítico Domingo Delgado de la Cámara. Entonces, no hay argumento válido para que el valenciano venga a mancillar la plaza del pueblo, la Plaza México, con toros que no cumplen con el trapío para ser lidiados en una plaza de semejante categoría. No sabemos si es su apoderado o él, quien elige a un ganado de condiciones paupérrimas, pero no podemos quedar callados ante monumentales chabacanerías. Incluso, algunos columnistas hablan de fraude, como lo hizo don Rafael Cardona, en su Cristalazo de siete de noviembre de dos mil once: “Enrique Ponce no es el padre de la tauromaquia. Cuando mucho será el padre Maciel del “Villamelonage”. Sólo hunde la espada contra menores de edad.”

            No sabemos si en verdad, los toros que llegan a lidiarse en el coso de Insurgentes (y otros del territorio nacional) no cumplen a cabalidad con los requisitos para tener tal nombre, y sean en realidad novillos. Si partimos de la buena fe y la honestidad y la honradez de los protagonistas y autoridades de la fiesta –algo que se antoja imposible-, entonces la solución es sencilla: modifiquen el reglamento, que ahora la edad mínima de los bureles sea de cinco años, que se reglamente la cornamenta, y otras características físicas del animal.

            Otro botón de muestra de esta triste decadencia de la fiesta de toros se vivió el pasado veinte de noviembre de dos mil once, en la misma Monumental Plaza México, pues el encierro de Bernaldo de Quirós, apenas tenía los cuatro años cumplidos, y aunque no fueron protestados los astados, lo cierto es que adolecían del mismo defecto que los de la corrida inaugural, falta de trapío.

            La tauromaquia a modo, es una fiesta indigna, de hombres cobardones, de poco valor ético, estético y patético (las tres columnas del toreo de las que hablaba el maestro David Silveti). De seguir así, la fiesta debe terminar, más valdría eso en lugar de llegar a un vulgar sainete, una representación bufa de lo que otrora fue el enfrentamiento del ser irracional ante el entendimiento del hombre, que logró hacer de esa actividad, un verdadero arte.

Mauricio Gutiérrez González

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